domingo, 22 de febrero de 2015

EL PADRE FEIJOO



Hace ya algunos años, mi buena amiga María Ángeles Valencia se extrañaba de que el más ilustre representante de la Ilustración española fuese un cura. Frente a un Voltaire de los franceses, los españoles teníamos a un benedictino gallego había profesado durante más de cincuenta años en Oviedo. María Ángeles lo decía porque consideraba nuestra Ilustración como menoscabada al recaer en un fraile el ser su abanderado. Pero mi buena amiga filósofa estaba en  un craso error porque este gallego nacido en Casdemiro, Orense, el 8 de octubre de 1676 y que estudió en el colegio que los benedictinos tenían en San Salvador de Lérez, en mi muy querida Pontevedra, tal y como dice Ramón Pérez de Ayala, “combatió la rutina intelectual, el embeleco científico y la superstición aristotélica”. Y nos sólo aristotélica, don Ramón, sino de cualquier tipo en una España en donde la superstición campaba a sus anchas y en donde la filosofía se había convertido en una jerga escolástica. Pues bien, “este ciudadano libre de la república de las letras”, como se llamaba a sí mismo, dotado de una inteligencia viva y de una sensibilidad delicada, supuso una candela encendida en aquella España de la nigromancia. El doctor Marañón le dedicó un trabajo y Azorín lo califica de “rebelde en el sentido de no aceptar los convencionalismos de su tiempo y de su ambiente”. Merece la pena una relectura de sus obras en esta España en la que faltan los rebeldes con causa y los probos como lo fue él que , pese a que le ofrecieron en ocasiones pingües prebendas, nunca las aceptó. Todo un ejemplo de vida para los tiempos que corren.

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