jueves, 13 de julio de 2017

EL CONVENTO DE CASARÁS


Aquel personaje inefable que fue Pepín Folliot nos contaba en aquellas tardes de nieve y chimenea de la Fuenfría que un amigo suyo, husmeando por el Convento de Casarás había encontrado algún cáliz y hasta algún hisopo de plata. Pepín contaba tan bien las cosa que nos lo creíamos todo y, cuando remontábamos la Fuenfría y bajábamos hasta el bellísimo paraje en donde están las ruinas de Casarás, queríamos tener la misma suerte que el amigo de Pepe y encontrar algún cáliz de oro entre las viejas piedras. Pero lectura por aquí, lectura por allí, la historia ha puesto en su sitio a estas ruinas. Vamos por partes, como le gustaba decir a Jack el Destripador.

         En el siglo XVI, el rey Felipe II, para poder pasar mejor la sierra de Guadarrama por el paso de la Fuenfría, encargó a su  secretario Francisco de Eraso la construcción de un pabellón real que pasó a llamarse la Casa de Eraso muy usada por los monarcas en su viaje al palacio de La Granja.

         Cuando don Pascual Madoz pregunta a los lugareños de Valsaín por esas ruinas le dicen que son de Casarás, una deformación fonética de Casa de Eraso> Caseraso> Casaraso> Casarás y don Pascual afirma que son los restos de un antiguo convento templario sin duda recogiendo la voz del pueblo que consideraba que toda ruina tenía que ser eclesiástica y, a poder ser, con carácter mágico. Y así es como se formó “el mito del convento” que pervivió durante algunos años y que se reavivó gracias  la literatura de Jesús de Aragón (siempre digo lo mismo, pero  el tío Jesús merece una página por sí solito) que hizo que hasta Valsaín llegara desde París Hugo de Marillac, caballero templario, que llevó en una carreta un gran tesoro, el tesoro de Casarás que seguiría guardado en pasadizos secretos bajo las ruinas del monasterio.

         Ahora sabemos que no existió tal monasterio nada más  en la cabeza del pueblo llano y de la cabeza literaria de Jesús de Aragón; que Hugo de Marillac no llegó nunca a Valsaín y que no existe tal tesoro; que las ruinas de Casarás son “tan sólo” los restos de un albergue real para los viajes a La Granja, pero el día que vayamos, en honor a ti, Pepe, seguiremos buscando algún cáliz de oro, algún hisopo de plata o el anillo de Hugo de Marillac. Y es que un servidor le debe este mundo mágico a aquel señor que hizo la quinta escalada al Naranjo de Bulnes (Picu Urriellu para los asturianos que lean estas líneas), que recorrió el Pirineo haciendo la variante salida de los españoles en el Couloir de Gaube o que se marcó alguna vía en Los Galayos. Gracias, Pepín, por tantas tardes de “pandingu” y chimenea, de bromas y de risas, de historias montañeras y del Banco de Santander. Porque tengo que decir para aquellos que no lo sepan que don José González Folliot era mucho Pepín.


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