lunes, 19 de marzo de 2018

MI QUERIDA ZANFOÑA DEL ALMA

         

 Mi primer recuerdo de una zanfona es la que tocaba Spencer Tracy en Capitanes intrépidos haciendo el papel de Manuel, el pescador portugués que le enseña los “valores” de la vida a un señorito londinense mucho antes de que llegaran la LOGSE y la LOMCE y nos quedaran a todos, especialmente a los profesores,  sin ningún valor. Aquel pescador, con el tronco segado por las cuerdas, moría como un valiente. Más adelante, el genio del maestro Mateo en el Pórtico de la Gloria me reveló la antigüedad de aquel instrumento que por aquellos años del Medievo lo llamaban organistrum. Junto con mi amigo Ángel Valeriano, leí que  el maestro Menéndez Pidal  la llamaba viola de rueda en Poesía juglaresca y juglares, obra que leímos y trabajamos en aquellas clases de literatura de Chacho, el gran profesor de literatura al que tanto debo.  Andaba yo entonces cerca de Soutelo de Montes y había allí un constructor que tenía  su taller en tan maravilloso lugar como es A Terra de Montes. No hace falta decir que Soutelo es, además y por si fuera poco,  la tierra de Avelino Cachafeiro, el gran gaiteiro soutelán. Por aquellos mismos años, descubrí a Amancio Prada con su Caravel de caraveles y a Joaquín Díaz y mi gozo fue cada vez a más.  Me gustaba aquel instrumento que solían llevar los ciegos en las pinturas barrocas de George la Tour y que me recordaba tanto a la Terra de Montes. Tanto me gustaba la zanfoña que quería tener una a toda costa, pero los precios que tenían le impedían a un pobre chico de dieciséis años darle a la rueda y a las teclas de su tan añorado instrumento. Un día, el hijo de una prima, que es un manitas y un gran músico y un artista,  se puso a construir instrumentos y, con la madera de una caja de fruta, se construyó una. Emocionado, le dije que por qué no me hacía a mí otra, pero la vida nos separó y, aunque el bueno de Luis Fernando me prometió que me la haría, han pasado muchos años y sigo sin tocar una zanfona. Luis Fernando era seguidor de Germán Díaz, sobrino de Joaquín, y de Ana Alcaide, una toledana que la toca con mucho gusto. Por mi parte, había conocido a Paco Díez y su museo de Cigales y lo había oído tocar en numerosas ocasiones. Me seguía gustando cada vez más el sonido de ese cordófono frotado, pero mi deseo de tocarla seguía insatisfecho, generando oscuros traumas freudianos. Andando el tiempo,  un día llegó hasta Boecillo un grupo que se llama Divertimento Folk y allí estaba Ramiro González tocando “mi zanfona” del alma. Ramiro es también gaiteiro como mi amigo del alma Javier Celada con quien canté en el Coro de Caja de Ávila cuando yo era un joven profesor de latín y él un chavalillo que estudiaba primero de bachillerato. Me compré el disco que lo escucho con deleite y devoción aunque con pena porque, perdido ya el contacto con mi querido primo Luis Fernando, ya no podré nunca poner mis manos en una zanfona. Y es una pena porque sí que he tocado gaitas (y sobre todo las “he templado”), ocarinas y mil flautas raras, pero nunca, nunca, nunca mis dedos se han colocado sobre  las teclas de una zanfona. No se puede tener todo en la vida.



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