jueves, 26 de abril de 2018

NUNCA SUPISTE QUE TE MIRABA DESDE EL AUTOBÚS



 
No, nunca supiste que aquella noche te miraba desde el autobús. Yo había salido como todas las noches del trabajo, cansado de facturas y pagarés, de letras y de nóminas y me había encaminado hacia la parada del autobús. Al poco tiempo empezó a caer una lluvia fina que luego fue convirtiéndose en goterones que levantaban el polvo reseco que se acumulaba en las calles que no conocían la lluvia desde hacía muchos meses. El autobús tardó demasiado, como siempre, y al final vimos llegar unas luces que se aproximaban entre la lluvia que ya iba llenando los alcorques y haciendo que las alcantarillas emitieran un sonido casi humano, de persona que bebe con ansia tras la sed de muchos días. El autobús iba muy lleno, tan lleno que no quedaba ni un solo asiento vacío y los viajeros que habíamos subido en esa parada no agarramos a la barra como dispuestos a comenzar unas clases de baile. Bien mirado estábamos algo ridículo en esa postura pero teníamos que mantenerla si no queríamos acabar moviéndonos sin control.
El atasco era tremendo. Con la lluvia siempre parece que hay más coches. El autobús iba avanzando a pequeños trechos y el tiempo pasaba tan lento como si de pronto él también se hubiera quedado a contemplar el fenómeno de la lluvia que volvía a la ciudad después de tantos meses. De dónde viene la lluvia, le preguntó un niño a su madre y ella le no le supo responder con precisión

. Le contestó vaguedades, incertidumbres:  que del cielo, que de la condensación de las nubes pero no le dijo la verdad de la lluvia, su único y verdadero origen: que la lluvia viene siempre de la infancia, de aquellas tardes largas en que quizás era febrero y habíamos vuelto del colegio y oíamos cómo la lluvia caía en el patio y le preguntábamos a nuestra madre si se podría quedar nevando y a la mañana siguiente la calle toda estaría blanca como en las postales de navidad. En aquellas noches soñábamos que nevaba y luego, a la mañana siguiente, los almendros de la josa, que son los más madrugadores en florecer, habían florecido para que nuestro deseo se viera satisfecho y, mirando por la ventana, viéramos la nieve posada en las ramas como mariposas de nácar que anunciaban la primavera. Yo no le pude contar a ese niño todo lo que sabía sobre el origen de la lluvia porque se bajó en la siguiente parada y me quedé mirando al hijo y a la madre cruzar la calle y perderse por una de esas callejuelas por las que siempre se pierden los que se bajan de los autobuses. Fue un poco más adelante cuando te vi. Al principio tengo que reconocer que no te conocí que me pareciste rara en medio de aquella lluvia que nos hacía a todos un poco más jóvenes y nos llevaba a tardes de música en nuestras casas oyendo lo último que habíamos comprado en aquel viejo puesto del mercadillo en el que sí que había viejos vinilos de jazz y de clásica. Luego sentí angustia  Te perdías en aquella marea de paraguas que subía y bajaba con los latidos de mi corazón, que rompía contra el malecón de las casas. Te perdías y decidí bajarme de aquella máquina absurda que me llevaba como un náufrago por la ciudad.  A empellones, atropellando a los otros viajeros,  “¡qué bestia! ¿dónde irá con tanta prisa?” decidí  seguirte y  remontar aquella calle que la tarde hacía más oscura, nadar mar adentro en la aventura de no perder tu pelo, ondeante en aquel océano. De pronto dejé de verte. Aquella corriente te había arrastrado y la angustia me dominó. No recuerdo las esquinas que doblé, los portales en los que sospeché que habías entrado, las miradas que confundí con la tuya. Veía a los lejos el neón de las avenidas;  llegaba hasta mí el sonido denso del tráfico que me recordaba al rumor del mar en una ciudad costera. Y entonces te volví a ver al final de la calle, como un velero en la línea del horizonte: alta, el pelo suelto bajo aquella lluvia menuda que todo lo acariciaba. Corrí tras de ti para no volver a perderte. Cruzó una pareja; abrazados se besaban por las calles mojadas. La ciudad parecía sacada del fondo del mar y todos parecíamos seres anfibios a los que de repente nos habían salido aletas. Gracias a ellas ya no te perdería más. Ibas delante de mí con tu pelo mojado por la lluvia y por un instante sentí su olor que me venía por el aire húmedo de la noche. Seguirte era tan fácil como nadar en las aguas del océano para los peces. Por un momento, me pareció que aquella noche todo el mundo seguía a alguien, que por alguna extraña ley nadie podía ir solo por las calles. También los coches, metamorfoseados en extraños submarinos, parecían seguirse, buscarse en las avenidas y en las rotondas.
Me alarmé cuando entraste en la estación. Quizás fueras a coger un tren; quizás  te  marcharías en alguno de esos vagones enloquecidos que pasan de largo al amanecer por estaciones solitarias y te perdería para siempre. Sentada en un banco, un chico y una chica leían juntos una partitura. Quizás fuera la Sonata D.960 de Schubert, aquella que tocábamos en aquel viejo piano de la academia de la calle Malasaña mientras Nati nos corregía la digitación y nos pedía más expresión, que aquella sonata era una oración al piano. Aquella sonata fue como la banda sonora de una juventud hecha de poemas y de música, canciones en la Facultad y de partituras de segunda mano que comprábamos en la Cuesta de Moyano y luego leíamos en los bancos del Retiro hasta que la lluvia o la noche nos decían que ya era tiempo de volver a casa. pero la música que seguía viviendo en nosotros no nos dejaba separar y era como un nexo flexible que nos iba uniendo aunque uno y otro nos alejáramos para ir a nuestras casas. Pensé que era hermoso compartir la vida en el mismo compás, con el mismo ritmo, consiguiendo que los corazones latieran en perfecta armonía. Se oyó el pitido de un tren y el andén se llenó con el olor de tu ausencia. ¿Me condenarías a buscarte por cientos de estaciones, a coger cientos de trenes, a sentarme en cientos de salas de espera sin más compañía que los mendigos y los ancianos que buscan el calor que la vida les ha ido robando? No, estabas en el estanco, comprando tabaco. En mi nerviosismo había olvidado que mucha gente entra a comprar tabaco en el estanco de la estación porque cierra media hora más tarde que los del resto de la ciudad. Así que tan sólo había sido eso: un simple rodeo. Dejé que salieras a la calle y te volví a seguir  Doblaste una esquina y te metiste en un bar. Yo me quedé fuera y te vi llegar hasta la barra y pedir una cerveza. La lluvia resbalaba por mi pelo y, al apoyar la cara en el cristal, las gotas que bajaban por mi nariz formaban pequeños arroyos que trazaban caminos en la luna tomada de vaho que nos separaba. Hubiera querido entrar, saludarte, besarte, decirte que te quería pero temí que todos – y tú la primera – me tomarais por un loco. Desde fuera oía la música que iba sonando en la vieja máquina, una antigualla que el dueño, gran aficionado al jazz, conservaba y en el que sonaban viejos discos de no menos viejas glorias. Hasta mi puesto en la lluvia, en la noche, en el rugir de los motores que como animales solitarios recorrían la avenida,  llegaba la música de Thelonius Monk, de Count Basie o de Oscar Peterson. Mientras tú te tomabas con calma tu cerveza,  el saxo de Charlie Parker pintaba con colores cálidos la sensación de que nunca había querido a nadie como a ti; que en ti se resumía y se compendiaba todo lo que había soñado desde  que en el Instituto empecé a ver a las chicas como algo más que simples compañeras.      Cuando terminaste de tomar la caña, te viniste hacia la puerta y entonces yo me giré para que no me vieras, muerto de vergüenza por el temor de que por un momento hubieras podido sospechar que te perseguía. Saliste a la calle y comenzaste de nuevo con tu marcha bajo la lluvia. Parecía que tú marcabas el compás de las gotas que iban llenando poco a poco los alcorques, que formaban arroyos en los bordillos y que empapaban la tierra del parque. Olía a lluvia y como dijo un poeta, la lluvia siempre viene del país de la infancia. Yo sabía que no podía perder aquella noche para decirte que te quería, que,  aunque estuvieras andando hasta el amanecer, te seguiría para que acabáramos en un país irreal en el que sólo habitan los amantes, una región más allá de las fronteras de la ciudad, allí donde las calles acaban en malecones cuyo mar se había fosilizado en una época remota en la que los hombres tenían todo el tiempo para amarse y la muerte no era más que una palabra sin significado. Tan sólo tenía que continuar siguiéndote, armarme de valor, llegar hasta ti y decirte lo que sentía. Cuando te vi entrar en aquel portal, esperar el ascensor en el descansillo y entrar en él, crucé a la otra acera y vi cómo se encendía una luz en el tercero. Eras tú. Creo que entonces me volví loco porque regresé corriendo, calle arriba, hasta las tiendas del centro. Me había dado cuenta de que aquella noche no podía presentarme ante ti con las manos en los bolsillos; de que aquella noche tenía que ser algo inolvidable para los dos. Pero, torpe de mí, hasta ese momento no me había dado cuenta de que no te iba a regalar nada cuando, al fin,  nos encontráramos   Estaban cerrando y el dependiente ya bajaba el cierre. Le pedí por favor que me abriera, que era muy urgente. Me miró con sorpresa. De haberme dicho algo quizás me hubiera dicho que aquello no era una farmacia de guardia sino una joyería. Me daba igual. Entré con él y, venciendo su desgana, le pedí una sortija. Me las enseñó con la prisa del que ya está deseando marcharse pero no me importó. Nada me importaba aquella noche; sólo tú. Me la envolvió, se la pagué y volví a salir corriendo como loco calle abajo, hasta el portal en donde te habías metido. De camino, compré una botella de champagne; sí, ya sé que no era un Moët Chandom sino uno más bien barato , pero con él íbamos a festejar algo que había cambiado nuestras vidas.   Cuando llegue hasta la puerta del portal, noté que mis piernas habían dejado de reaccionar. Allí estaba yo con una cajita envuelta por un dependiente que se quería marchar a su casa a ver el partido que aquella noche ponían por la tele; allí estaba yo con una botella y el corazón en un puño, escuchando cómo sus latidos hacían eco en la soledad de la calle habitada por la lluvia. No me atrevía a entrar, a buscarte, a llegar a ti. ¿Qué dirías si me vieras? Vi que se encendía la luz de la escalera y me retiré de la puerta. Nadie podía verme allí, como un ladrón, como un perturbado. Salió un matrimonio y se entretuvieron en abrir los paraguas. Yo entonces – no sé cómo pude hacer eso – corrí para que la puerta no se cerrara e introduje mi pie para que hiciera tope. Luego entré y en el portal me fumé un cigarro mientras me sentía como un adolescente en su primera aventura.
Si conservaba el valor, todo iría bien. Subí por la escalera hasta el tercero. Allí estaba más nítido que nunca tu aroma, el olor de tu pelo mojado por el mar o por la lluvia, qué mas daba. No tenía valor para llamar. Había hecho lo más difícil: seguirte por aquel oleaje encrespado, recuperarte cuando te creía perdida, conseguir aquella sortija de manos de aquel Proteo egoísta y ahora no me atrevía a lo más sencillo que tan sólo era  llamar, esperar a que abrieras y entregarte ese paquete diciendo que te quería y bebernos juntos la botella que había comprado en esa tienda del barrio que cierra tarde porque su dueño, un señor mayor, se queda acodado en el mostrador oyendo la radio. Las quise haber comprado en un bar porque así estarían más frescas pero el camarero me dijo de malos modos que si quería champagne que cruzara al bar de alterne del otro lado de la calle. Cuando aquel señor mayor dejó su tertulia radiofónica por venderme la botella, me sentí como en le Chicago de la ley seca y escondí mi mercancía debajo del brazo por temor a que la policía me la requisara.   No me importaba si pensabas que estaba loco.  En aquella noche no me importaba nada y creía que el mundo había dejado de ser patrimonio de los cuerdos. Fui dando pequeños pasos. Cada paso era una victoria que conseguía sobre mí mismo, un pequeño triunfo sobre mi timidez. Veía la puerta, tu puerta, nuestra puerta cada vez más cerca. Ya distinguía las vetas de la madera, los detalles de la cerradura y el ojo  de un cíclope en miniatura que te servía para saber quién estaba al otro lado de tu vida. Veía luz debajo de aquella frontera de madera .
Mi dedo, no sé cómo pasó, se fue acercando al timbre: primero sentí en la yema el plástico redondo del pulsador; luego,  cómo éste dejaba en ella una pequeña marca y, finalmente,  oí el sonido inconfundible que nos informa de la presencia de alguien que desea entrar en una casa. Se me heló el corazón cuando me di cuenta de que todo estaba consumado; de que en breve segundos aparecerías y te vería cara a cara, con tu pelo aún húmedo por la lluvia.
Y así fue. Abriste mientras te secabas con una toalla blanca. Como un filtro mágico el olor de tu pelo me traía el olor del bosque, de aquella playa en la que pasábamos los veranos,  de las tardes de colegio en que el hermano Pedro nos mandaba pintar con las acuarelas y por la ventana grande del aula veíamos llover y parecía que el paisaje era otra acuarela que la tarde iba pintando con esos pinceles que eran los chopos ya vestidos de otoño. Te quedaste sorprendida al verme. Yo también estaba mojado. Tenía en una mano la cajita envuelta en papel de seda azul, con el lazo algo mal puesto - ¡ay las malditas prisas del vendedor y su partido! – y en la otra la botella de champagne. Me había quedado como una estatua a la que unos borrachos, tras una noche de parranda, habían colocado por broma una botella y una caja en las manos. Cuando pude reaccionar, te entregué ambas cosas. Entonces nuestros ojos se cruzaron y por un momento me pareció que no vivías en esa casa sino que habías llegado de aquel país sumergido y que, a lo mejor, te estaban empezando a salir branquias y que las ocultabas con la toalla mientras te secabas el pelo.
Cogiste la caja que yo te ofrecía tímidamente y  le quitaste la botella de las manos a la estatua inmóvil. Me sonreíste mientras me decías con una ternura como sólo poseen las hadas de los cuentos:
-         Vas a coger un resfriado. Anda, pasa. Creía que se te iba a olvidar
 que hoy hace diez años que nos casamos.


LA FRONTERA




         Llevaban años recorriendo los caminos, las veredas y los senderos. Llevaban años expuestos al sol abrasador del verano y al frío hiriente, como un cuchillo, del invierno. Llevaban años queriendo llegar hasta la frontera para poder llegar al país de promisión que se extendía al otro lado. Los más viejos recordaban el día que salieron, el alba apenas apuntando, los corazones latiendo con ese latido alegre que produce la esperanza, los carros cargados con todo lo necesario para el viaje. Aquel día pensaron que el viaje sería corto, que en pocos días llegarían a la frontera y podrían arribar al país de sus sueños. Al comenzar a caminar, los cantos salían alegres de sus gargantas y en todos ellos la esperanza se dejaba ver en el brillo de sus ojos. Los niños cantaban canciones sobre aquel país añorado que les habían enseñado en la escuela; los mayores ya hacían planes sobre su vida "cuando atravesaran la frontera"; los viejos miraban de vez en cuando hacia atrás añorando el país que dejaban, pero, al tiempo, su corazón renacía con la esperanza de una tierra mejor para sus hijos y para sus nietos. Las mujeres, que se habían informado sobre la manera de vestir de la nueva tierra, en la sombra de los carros iban cosiendo ropas nuevas y, por la noche, al amor de las hogueras que encendían donde acampaban, remataban sus vestidos. No existía el presente sino como algo pasajero, como algo de puro trámite que había que cumplir para llegar al destino final.
         A los cuatro días llegaron al primer collado y por un camino sinuoso llegaron hasta el puerto. Algunos, los más entusiastas, pensaban que esa era ya la frontera y, con las fuerzas que dan los comienzos, llegaron hasta arriba corriendo. Pero aquella no era la frontera; y, clavando los ojos en el horizonte, vieron que, ante sus ojos y cubriendo todo el paisaje, se extendían otros muchos collados que tendrían que cruzar para llegar a donde querían. Pero aún las fuerzas eran muchas y la desilusión se curó con unas cuantas botellas de vino y unas cuantas canciones del país que habían dejado atrás. No les cabía duda de que en pocos días llegarían al país de sus sueños.

         Cuando llegó el otoño y ya los chopos del camino se empezaron a vestir de amarillo, hacían parada en las alquerías y los niños les regalaban acerolas. Y el viento del otoño les marcaba el camino que les llevaría hasta la frontera. Ese viento frío que se levantaba por las tardes les estrechaba un poco el corazón y sentía una inquietud en el alma. Presentían la falta de luz del invierno, las noches frías y largas que tendrían que pasar en el camino; la nieve y los hielos que les dificultarían el paso. A lo lejos se veían las rastrojeras ardiendo y, en la noche, aquellos fuegos iluminaban sus corazones que ya sentían esa soledad que alberga el invierno en su corazón.
Por las noches, se tenían que arropar mejor en los carros y en las carretas y por la mañana la lumbre que las mujeres prendían para hacer los desayunos calentaba sus manos. Algunas veces, los valles se llenaban de cendales de niebla y las nubes se agolpaban en las cumbres para decidir en qué territorios, en qué campos descargarían su agua. Era el milagro de las primeras lluvias después del verano; del olor a la tierra que se dejaba germinar por el cielo. Ya en los bosques había un tapiz de hojas secas y los pasos de los hombres, de las caballerías y de los carros lo hacían crujir a su paso.
Llegó el invierno y todavía no habían cruzado la frontera. La nieve llenó los caminos y los carros marchaban con dificultad. El frío les cortaba la cara y las manos, cubiertas con gruesas manoplas de piel, se movían torpes en las labores. Las mujeres apenas salían de los carros y mantenían con ellas a los niños. Por primera vez, sintieron que la frontera estaba lejos y pensaron en racionar los alimentos que habían llevado de su país. Durante el verano y el otoño, los campesinos generosos les ofrecían sus frutos, pero el invierno había dejado tan sólo una vida amortajada bajo una capa de nieve. Los niños no podían comer las zarzamoras de los tapiales ni robar, a escondidas de su padres, las ciruelas de las josas. El largo invierno había venido para quedarse varios meses y las provisiones tenían que llegar para la primavera, cuando el mirlo empezara a cantar.
Una noche, en medio de los más crudo del invierno y cuando ya los alimentos eran tan escasos que apenas les llegaban para todos, vieron venir a un grupo de gente entre la nieve. Al igual que ellos, iban arrebujados en las carros y la delgadez de sus rostros señalaba a las claras que también el hambre estaba haciendo mella en ellos. Cuando se cruzaron, el que parecía el guía tiró de las riendas de su carro para pararse. El que desde el primer había guiado a aquellas gentes en la búsqueda de esa otra vida mejor que había tras la frontera, paró también su carro:
-         ¿A dónde vais? – les dijo el primero.
-         Vamos en busca de la frontera. Nos han dicho que del otro lado hay
una tierra de promisión.
Una carcajada sombría salió de la boca de aquel hombre.
-         ¿De la frontera, dices? Nosotros también salimos un día buscando la
frontera y ya ves cómo volvemos: con frío, sin fuerzas y muertos de hambre. No merece la pena que sigáis adelante. volved a vuestras tierras como volvemos nosotros y dejad en paz la frontera: no es más que una mentira que nos cuentan los ancianos para poder seguir viviendo esta vida tan estúpida.
         El viento se quedó un momento callado. Todo el paisaje, con los árboles helado y los arroyos enmudecidos, se quedó en silencio como si se hubiera revelado un gran secreto, como si la creación entera esperara la respuesta. Todos se miraron unos a otros y las mujeres arrebujaron más a los niños en sus chales. Entonces fue cuando Andrés, el más joven de los emigrados, se llegó corriendo hasta las bridas del carro que abría la marcha y, sentándose en el pescante, gritó a los caballos:
         - ¡Arre! ¡Arre! ¡Arre! Y vosotros ¿por qué os dejáis llevar por su desánimo? Ellos han fracasado; quizás no supieron encontrar el camino, pero nosotros lo encontraremos y llegaremos y guiaremos a estos hermanos perdidos hasta las tierras que nos esperan. ¡Ánimo, compañeros! Un día los hielos serán agua que esponje las glebas de las que saldrán los trigos que saciarán nuestra hambre. Mientras, algún alma caritativa no nos negará un mendrugo pan y media azumbre de vino.
Y, subido en el pescante, los animaba moviendo las manos y los brazos.
Poco a poco, los carros se fueron poniendo en marcha y siguiendo su camino. Al final de la caravana, se colocaron los que ya estaban de regreso, los poseídos por el desánimo a los que las palabras de aquel muchacho había hecho reverdecer su esperanza. 
         Y así, sin nadie que les negara su mendrugo de pan ni su media azumbre de vino, llegó la primavera y cuando el mirlo cantó, ya las tardes se alargaban y el camino se hacía sencillo y fácil. Las noches no albergaban en su seno la tiniebla y el frío del invierno y parecía que pasaban antes, que antes llegaba la luz del alba por los cerros lejanos.
         Un día, llegaron a un río. Era un río ancho y hermoso y formaba meandros. Desde uno de ellos vieron cómo el sol se paraba sobre la corriente y en aquella mañana de primavera pensaron en quedarse para siempre en esa tierra. Los monjes de un monasterio cercano los acogieron y les ofrecieron de comer. Pensaron que no sería difícil conseguir unas tierras y quedarse allí. Aquella curva del río era muy hermosa y las tierras regadas por el río muy fértiles. Quizás esa era su tierra prometida y ya no hacía falta que fueran hasta la frontera. Lo pensaron y decidieron quedarse. Las tiendas dejaron paso a casa de piedra que los hombres construyeron. Allí morarían.
         Pero pasó aquella primavera y llegó el verano. Y, cuando pasó el verano, y los días iban siendo más cortos, los hombres sintieron una extraña sensación en su pecho. Aquella tierra les había dado su fruto: nada le podían reprochar, pero el recuerdo de la frontera  se asentó de nuevo en sus mientes. Primero en los ancianos, cuyos padres ya les habían hablado de ella; luego en los hombres, ya padres de hijos adolescentes; luego, en los muchachos y en los niños en cuya memoria volvía a surgir el recuerdo de la tierra de la que tanto les habían hablado. Y un día abandonaron las casas de piedra y se hicieron de nuevo al camino.

         Pasaron meses y estaciones, años quizás de caminos que serpenteaban por los collados buscando los puertos. Un día, un joven llegó corriendo hasta las tiendas para anunciar que allá en la lejanía había visto un collado diferente. Ondeaban banderas de colores y hombres y mujeres se movían en un mercado multicolor. "Hasta incluso - dijo - he oído la algarabía de su voces". Era, sin duda, la frontera. Arrearon a los caballos y cruzaron veloces el espacio que les separaba de lo que el muchacho había contado. Cuando empezaron a subir el puerto, el último puerto que iban a subir en su vida pues, al cruzarlo, se quedarían en aquellas tierras de promisión, sus corazones golpeaban su pecho con frenesí. Los caballos corrían fustigados por los hombres que iban en los pescantes de los carros.
         Y llegaron arriba. Allí estaban las banderas de colores y la algarabía de gentes. Miraron a un lado y a otro y buscaron los carteles que indicaran que aquello era el final de su camino, pero nada ponía; tan sólo, del otro lado del puerto, el camino que continuaba imperturbable hacia otros collados.  Entonces se miraron unos a otros y con el corazón un poco más encogido siguieron caminando porque sabían que un día no muy lejano, tras llegar a otros collados que los engañarían con sus guirnaldas, tras pasar otros inviernos con hambre y con desesperanza y otros veranos en los que la sed les hiciera recordar la sombra fresca de los abedules y los mansos arroyos, llegarían a aquella tierra que buscaban. Y los cascabeles de los collerones acompañaban sus alegres canciones.

ANNA AJMÁTOVA




Anna Ajmátova es una poeta que sufrió el dolor de la Rusia de Stalin. Esperando en la cola de la Carcel de las Cruces, en San Petersburgo, una mujer que también iba a ver a su hijo preso, le dijo que su ella, que era poeta, podría escribir sobre lo que estaban pasando aquellas pobres mujeres. Y Ajmátova se puso a la labor. Sus versos reflejan el miedo, la angustia, la injusticia de la URSS bajo la dictadura de Stalin. Grandísima poeta, Ajmátova ha quedado como una de las grandes voces de la poesía en ruso y, junto con Shostakovich y otros, como testigo de la barbarie de Stalin. Su poesía es poesía de tiempos duros, de tiempos en que el hombre apenas tiene valor, en que no hay ciudadanos, sino súbditos de alguien que hizo bueno a los zares.
Os dejo un poema. El curioso lector reconocerá a María Teresa León como santa esposa de Rafael Alberti.
Cuando la luna es de melón...

Cuando la luna es de melón una tajada en la ventana
Y en redor es la calina cerrada la puerta y la casa encantada
Por las azules ramas de glicinas y en la fuente de arcilla hay agua fría
Y la nieve del paño y arde una bujía de cera
Tal que en la niñez, mariposas zumban
La calma, que no oye mi palabra, retumba
Entonces de lo negro de rincones rembrandtianos algo se ovilla de pronto
Y se esconde allí a mano, pero no me estremezco, ni me asusto siquiera...
La soledad en sus redes me hizo prisionera
El gato negro el alma me mira, como ojos centenarios
Y en el espejo mi doble es tal vez mi contrario.
Voy a dormir dulcemente, buenas noches, noche.

Versión de María Teresa León




DIOSES, TUMBAS Y SABIOS


He tenido la suerte de leer este libro del que llevaban oyendo hablar muchos años, pero al que no había hincado el diente hasta ahora. Lo tenía arrinconado en ese marasmo de libros que es una de las habitaciones de mi casa y, un buen día, lo cogí para empezar a leerlo. Y me ha encantado porque, gracias a Ceram, he estado con Evans en Minos, con Venont y Champollion en Egipto,  con Botta, con Layard y con Grotefend en Mesopotamia y, para colmo, hasta he tenido la suerte de descender con Thompson a la fuente sagrada de la ciudad maya de Chichén Itza. Si hubiera leído este libro hace unos años, en lugar de sestar dando clases, estaría en algún lugar remoto excavando alguna civilización perdida al mejor estilo Indiana Jones. Sin embargo, los años no pasan en balde y ya no me siento con fuerzas para imitar a Harrison Ford. Pero al menos, in maturitatis aetate, he viajado gracias a Ceram por toda la historia de la arqueología. Un libro que se ha quedado grabado en mi corazón.




lunes, 16 de abril de 2018

LOS MEMBRILLOS




Este cuento lo he tenido siempre en la memoria. Es un homenaje a mi abuelo Julio, que siempre iba en su bicicleta a las tierras de El Pico del Águila, un pago lagunero en el camino de Puenteduero. Es un cuento cargado de esperanza porque quizás la muerte, la muerte tan temida, no sea más que eso: cruzar la acequia y encontrarnos con aquellos que han sido nuestra vida. ¡Que os guste! Sé que es impublicable, pero me gusta a mí que soy su autor.,

LOS MEMBRILLOS

         Salió como siempre aquella mañana por el caminillo que bordeaba la acequia. Los chopos que la custodiaban ya llevaban más de un mes amarilleando y ahora habían  llegado a su máxima belleza. Dentro de poco el viento del norte y el ábrego los desnudarían y serían como viejos pinceles que habían perdido sus cerdas. Iba como siempre en su bicicleta, con una caja  para poder recoger la fruta. A lo lejos el pueblo aún se cubría con la niebla como un niño perezoso que se hacía el remolón para levantarse. Pedaleaba con fuerza, casi con brío pese a sus muchos años. Conocía aquel camino desde siempre; lo había recorrido de niño cuando llevaba la comida a su padre en un hatillo; de joven, para bañarse en los almorrones y de paso espiar a las chicas que hacían lo propio en otros almorrones más alejados. Por aquel camino paseó cuando murió su madre y no quiso que en el pueblo le vieran llorar, que decían que no era de hombres. Ya de mayor había recorrido ese mismo camino para ir a las tierras, para ir al duro trabajo que le esperaba entre los surcos. Y ahora, en esa mañana de noviembre, pedaleaba alegre mientras el sol iba haciendo jirones la niebla. Hacía frío. Tenía la cara helada. Las manos, agarradas al manillar, apenas las sentía y el viento se colaba por toda su ropa. El pueblo seguía firme en su resolución de no levantarse, de quedarse más tiempo remoloneando en su embozo de niebla.
         Cuando llegó al pago que llamaban el Pico del Águila, dejó la acequia y torció por un sendero a la derecha. Vio en seguida la casilla que le había servido, en los años de dura brega,  para guardar los aperos y para refugiarse cuando venía algún nublado y siguió hasta ella. Se bajó de la bicicleta y la dejó apoyada junto a la pared de adobe que él mismo hacía ya muchos años había enjalbegado. Luego miró a la ringlera de membrillos que servían de linde a la tierra. Los había plantado también él cuando la compró. ¡Bien se acordaba de cómo plantó membrillos, higueras y manzanos para que dieran fruta! De eso habían pasado, más o menos, cuarenta años. Los chicos eran pequeños y le habían ayudado a plantarlos; ahora, cada uno tenía su vida y le venían a visitar cuando podían, ocupados con sus familias y con sus trabajos. La vida era así: de nueve que habían sido en casa ya sólo quedaba él y, a veces, el silencio espeso de las habitaciones parecía que no le dejaba andar por ellas; parecía que  aquella masa viscosa compuesta de frío, oscuridad y ausencia de sonidos había tomado la casa en la que nunca habían faltado las voces de los hijos, las órdenes dulces de la madre y las bromas y los cantes del padre.   Pensando en estas cosas se encaminó hacia los árboles con un saco pequeño. Vio que tan sólo con los que de maduros habían caído de las ramas podía llenar el saco. Con algunos años menos hubiera podido subirse a las ramas y haber cogido muchos más; había para llenar cinco o seis sacos. Pero con esos que iba recogiendo le bastaban. Con mucho cuidado para que no se macaran los iba colocando en su saco y, cuando lo llenó, al levantar la cabeza, vio que el pueblo ya había salido de su embozo de niebla y que sobre él lucía un sol de otoño que lo hacía más hermoso, más limpio, más nítido. La verdad es que el pueblo era muy bonito visto desde aquí.  No se había fijado mucho en esos detalles otras veces porque desde hacía muchos años había venido a estas tierras a trabajar como un loco: había que sacar a siete hijos adelante y no había mucho tiempo para las contemplaciones estéticas. Pero hoy, sin prisa, todo le parecía de una hermosura desconocida. Aquel pago lo había visto muchas veces: cuando trabajando, levantaba un momento la cabeza para tomar respiro; desde el pescante del carro; desde la bicicleta. Lo había visto muchas veces pero hoy, no sabía bien por qué lo veía distinto, diferente. ¿Sería el color dorado de los chopos que creaba como un filtro mágico? No lo podía precisar. Se cargó su saquito de membrillos a la espalda y se encaminó a la casilla. Allí de nuevo, con mucho cuidado para que no se macaran, los fue depositando en la caja. ¡Eran muy hermosos! Tan hermosos que no los iba a vender todos y se iba a quedar con algunos para que dieran olor en las habitaciones de la casa, para que fueran una candela amarilla en la oscuridad del silencio. Notó que estaba sudando y que el aire frío de la mañana le enfriaba el sudor de la frente. Se caló más la gorra; los catarros no eran buenos y no quería coger uno ya en el otoño. Montó en su bicicleta y se encaminó de nuevo a la acequia. El dorado de los chopos hacía que la luz fuera también dorada, que todo estuviera bañado como por una luz mágica. Penetró en esa luz y subió al camino estrecho que bordeaba la acequia. Comenzó a pedalear. En la caja de la bicicleta también los membrillos se fueron revistiendo de una luz no usada, de una luz como nunca había visto.
         Al principio fue un eco lejano pero luego oyó unos cantes flamencos. Pensó que serían los gitanos que estaban cogiendo patatas al otro lado de la acequia y que se entretenían cantando unos tangos o unas cantiñas; pero conocía aquella voz. Al irse acercando, se dio cuenta de que aquella voz era de su amigo Félix con el que había compartido muchas tardes de coplas y cantes. Pero ¿cómo podía ser si Félix llevaba muerto la friolera de treinta años? Pensó que era una pena hacerse viejo porque ya no era lo malo el que te quedaras sordo sino que ya no sabías lo que oías. Pero, a todo esto, vio que la luz de los chopos se hacía cada vez más dorada; era tan hermosa como él no la había visto nunca. Seguía sonando la voz de Félix al otro lado de la acequia y, sin venir a cuento, empezó a recordar su niñez. La había recordado muchas veces pero ahora la recordaba de una forma tal que era como si lo estuviera viviendo. ¿Quiénes eran esos que estaban al otro lado de la acequia? Reconoció a antiguos amigos, a gentes del pueblo que ya hacía muchos años que habían cruzado a la otra orilla. Frenó la bicicleta y se quedó parado escuchando. Oía las voces y veía las figuras que se movían con la misma agilidad de cuando eran jóvenes. ¿Qué estaba pasando? Se bajó de su vieja bicicleta y la dejó apoyada en un chopo. ¿Cómo podía ser que al otro lado de la acequia, en la otra orilla viera a su cuñado Lorenzo o a Don Bautista, el cura con el que tuvo tan buena amistad? Además, si la vista no le fallaba, se estaban acercando hacia él poco a poco, como si vinieran a decirle algo. Don Bautista avanzaba seguro, fumando en su pipa hecha con una pata de conejo y su cuñado hasta le hacía señales con los brazos para que se acercara. Esto no podía ser real, no podía ser verdad lo que estaba viendo. No recordaba haberse excedido con su copita de aguardiente de pepino que tomaba en ayunas porque decía que le quitaba el dolor de barriga. De lo que no cabía duda era de que cada vez estaban más cerca, de que se llegaban hasta él, de que le daban de mano. De entre aquellas gentes que estaban del otro lado, empezó a reconocer a vecinos, amigos, compañeros en los años difíciles en los que de una peseta había que hacer cuatro. También vio a un nieto al que un desgraciado accidente de tráfico le quitó la vida. Ahora estaban tan cerca de él que les reconocía las caras perfectamente. Y vio cómo le sonreían. De pronto, se fueron apartando para dejar paso a alguien que venía andando desde el fondo de aquella escena. Era una mujer morena cuya cara, que todavía no veía bien, le sonaba mucho. La mujer avanzaba segura, firme, con un paso decidido, mientras los demás la iban abriendo un pasillo para que avanzara hasta los chopos de la acequia. Le parecía que era ella pero aquello no podía ser. Algo le pasaba. Notó cómo un frío extraño recorría su cuerpo y entonces aquella mujer, su mujer, que había muerto hacía nueve años, se paró justo en la otra orilla de la acequia. Era ella, no le cabía duda pero tal y como la conoció setenta años atrás cuando acababa de llegar de Toro. Le gustó aquella chica morena de ojos negros y se dijo y la dijo: tú conmigo para siempre. Y así fue. Le dio siete hijos y luego, un mal día de junio, cuando el olor de la felicidad llenaba el pueblo, se fue. Era ley de vida pero él no entendió nunca esa ley de la vida que le obligaba a quedarse solo. Ahora se estaban mirando como se miraron la primera vez. Ella le dijo:
-         Sigues teniendo el lunar en le mismo sitio. ¿Sabes que una de las cosas que me enamoraron de ti fue ese lunar? Y se reía con ganas al ver la cara de susto que ponía.
Luego, la mujer se acercó más a la corriente de agua y alargó la mano.
Él se acercó también porque tuvo miedo de que se cayera al agua, que últimamente andaba muy torpe de las piernas esta mujer.
-         Ten cuidado no te caigas que no te vendría nada bien una mojadura con el reuma que tienes.
Ella se volvió a reír.
-         Anda, dame la mano y vente conmigo; vente con nosotros que ya te
estamos esperando.
         Y le alargó la mano casi hasta el centro de la corriente. Él, al cogerse a ella, sintió una fuerza que le arrastraba, un calor que llenaba sus médulas envejecidas. Notó que su sangre volvía a correr ligera por sus venas como un torrente; notó que recorría sus venas con la misma fuerza que en aquellos años en que se llegaba hasta el pueblo de al lado para comprar ladrillos o para echar unas coplas en la taberna. Agarrado a la mano de su mujer cruzó en un vuelo la acequia y llegó hasta el otro lado. Allí la luz de los chopos era tan dorada como no la había visto nunca y todos parecían reflejados por la luz. Don Bautista, siempre tan de broma, le recordó que tenía una partida a medias con él, aquella que no habían terminado cuando se tuvo que marchar porque una tormenta, que había venido de la parte de Ataquines, amenazaba con dejar un pedrisco y arruinar la cosecha de pimientos. Uno a uno fue saludando a todos y hasta se atrevió a echar unas coplas que le sorprendieron porque era su voz la de aquel chaval que había enamorado a la toresana. Al acabar la coplilla, miró a su mujer:
-         Ya tenía ganas de volver a verte.
-         Yo también. A saber cómo me tendrás la casa.
Y él se puso colorado porque en eso de la casa era un desastre, que ni
un huevo se sabía hacer cuando lo dejó. Y ella se acercó a él y se besaron como aquel día en que sus labios se unieron por primera vez setenta años atrás. Luego, cogidos de la mano, se fueron con los demás luz adentro, por un sendero que él nunca había visto pero que recorría confiado. Y notó que su corazón se le llenaba de alegría y que empezaba a cantar de nuevo. Era tan feliz y además con una felicidad que nadie ya le iba a arrebatar. Miró a su mujer; ella lo miró y ellos y los demás se hicieron luz, luz dorada de chopos en aquella mañana de noviembre.

         Cuando el juez de guardia llegó al lugar de los hechos, encontró la bicicleta apoyada en el chopo y el cuerpo del  anciano al otro lado de la acequia. Sin duda, le dijo al ayudante, se ha dado un mal golpe al querer cruzar. ¿No se darán cuenta estas personas mayores que ya no están para estos trotes? Y luego, en silencio, procedió con su trabajo de rutina mientras el ayudante, sin que le viera el juez, se quedaba con el membrillo más hermoso de la caja que llevaba en su bicicleta Julio.